miércoles, 24 de noviembre de 2010


Era alto, de huesos grandes, débiles, un poco uruguayo y un entusiasta defensor de mujeres nobles y morales, aunque inclinado a esquivarlas.

El tipo estaba al fondo del bar, en una de las mesas cercanas a las puertas de los baños, su barba estaba crecida , sucia, dorada y los bigotes amarillos trataban, infructuosamente, de disimular los dientes podridos, sin embargo, cuando me acerqué me dedicó una mirada de niño indefenso. No sabría decir porqué me recordó a un viejo marinero de uno de los cuentos de Abelardo Castillo, en donde un hombre rico y estrafalario, en una noche de fin de año decide ir al puerto y buscar a un hombre pobre y solitario e invitarlo a la cena de navidad. El caso es que encuentra al hombre en una mesa del bar, allá, cerca de la puerta de los baños, lo lleva a su casa y, después de la cena le dice que tenía un regalo para él, era un hermoso candelabro que el infeliz había estado elogiando. se levantó, lo envolvió en una sábana y con él lo mató de un certero y artero golpe en la cabeza.

El hombre era polaco y había vivido, creí entender unos años en Montevideo, aunque de esto último no estoy del todo seguro.

Me llamó con una seña. Fui.

Cuando por fin me contó su historia dijo que necesitaba dinero para volver a su Polonia y, sin más, me ofreció por poco dinero un candelabro de plata que cuidadosamente desemvolvió de entre unas sábanas blancas.

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